La semana pasada se cumplió el décimo aniversario de la desaparición forzada de los 43 normalistas de Ayotzinapa. Como todos los años, los familiares de los estudiantes y otros miembros de la comunidad normal rural marcharon arropados y acompañados por asociaciones de derechos humanos y manifestantes independientes.

La marcha de este año fue especialmente emotiva y enérgica, no sólo por el décimo aniversario —diez años de injusticia, diez años de un continuo crimen de Estado, diez años de impotencia, frustración y dolor para las madres y los padres de los normalistas—, sino también por la reacción cobarde y represiva del presidente López Obrador, quien decidió desplegar un operativo para obstaculizar el paso de los manifestantes para evitar que llegaran hasta el Zócalo. Una vez en el Zócalo, los manifestantes enfrentaron las ya típicas barreras de acero con las que el gobierno cubre Palacio Nacional cada que hay una protesta. Las marchas feministas del 8 de marzo, las manifestaciones en solidaridad con los familiares de personas desaparecidas y todos los movimientos sociales afrontan la misma respuesta: un frío e impenetrable muro de metal, que representa fielmente la actitud de cerrazón, sordera y victimización del gobierno ante cualquier crítica o muestra de disenso. Sin embargo, eso no detuvo al movimiento, que se reapropió del espacio público que el Poder Ejecutivo intentó arrebatarle y pintó consignas de protesta en los muros de acero. “Viven en nuestra rebeldía”, decía una de ellas. Qué importante palabra: rebeldía. Ante un gobierno que detenta el poder fingiendo que es oposición, pretendiendo que es una fuerza rebelde que desafía a las élites (aunque en realidad las cobija) y victimizándose constantemente, los manifestantes responden recordándoles al presidente y sus colaboradores que los familiares de Ayotzinapa no ejercen la rebeldía por casualidad o por simple capricho, sino porque el gobierno les quedó a deber: lucró políticamente con su dolor y luego les dio la espalda. Este hecho me recordó a cuando una madre buscadora le espetó a López Obrador: “Recuerde quiénes son las víctimas realmente”, como diciéndole “somos nosotras, no usted”. Triste, casi repugnante, fue ver que varios sectores del obradorismo y sus voceros respondieron ante el movimiento a la manera de Peña Nieto: intentaron colocar en el centro de la discusión pública los actos de violencia o daños a la propiedad privada para retratar al movimiento como vandalismo, acusaron a los manifestantes de “vendidos” a la oposición, se mostraron decepcionados por la reacción de los manifestantes que “no comprenden lo mucho que se avanzó en el caso Ayotzinapa durante este gobierno”. Hace unos meses escribí estas líneas: “Al mirarse en el espejo de Ayotzinapa, los obradoristas ven con horror que se parecen mucho a sus antecesores, con el agravante de que se atrevieron a lucrar con el dolor de las víctimas para encumbrarse en el poder. Ante esta realidad, prefieren voltear la mirada —aterrados, descolocados y resentidos— hacia quienes siguen estando del lado de las víctimas y los acusan de haberlas traicionado. En el fondo, se trata de un reproche contra sí mismos, pero la salida fácil —y cobarde— es desviar la responsabilidad y seguir adelante con el cuento de que este gobierno traerá verdad y justicia”. Hoy, sostengo y ratifico cada una de estas palabras. Lo más trágico de todo es que, también en este rubro, Claudia Sheinbaum representa la continuidad. Por una parte, la presidenta Sheinbaum ha mostrado claramente que mantendrá —quizá incluso profundizará— la alianza política que López Obrador forjó con el Ejército, en el cual recargó la capacidad operativa de su gobierno y, por tanto, la viabilidad de su proyecto de gobierno en el mediano plazo. Puesto que los militares siempre han obstaculizado el caso Ayotzinapa, y dada la alianza política entre Morena y las Fuerzas Armadas, no hay indicios para pensar que el gobierno de Sheinbaum permitirá una investigación seria e independiente sobre el caso.

Por otra parte, agendas como la reparación a las víctimas, verdad, justicia, búsqueda de personas y prevención de las desapariciones no forman parte de la lista de prioridades de la presidenta entrante. Por tanto, veo muy pocas posibilidades de que el nuevo gobierno se interese no sólo en el caso Ayotzinapa, sino en la crisis de desapariciones en México, por el simple hecho de que le estorba a su narrativa triunfalista de un país en un momento histórico de reivindicación de las clases populares. Además, los antecedentes de Sheinbaum como Jefa de Gobierno de la Ciudad de México son terribles en esta materia. Mostró una constante actitud de cerrazón y desdén frente a las víctimas de violaciones a derechos humanos y ante otros movimientos sociales, como el feminista. Asimismo, según algunos especialistas en seguridad, es posible que haya inflado el número de personas desaparecidas para así disminuir artificialmente la cifra de homicidios. Así pues, lo que se vislumbra en el horizonte es un sexenio más de abandono y desamparo para el movimiento de víctimas y los familiares de personas desaparecidas. Los normalistas de Ayotzinapa y el resto de las millones de víctimas vivirán en la rebeldía de los colectivos de búsqueda, las organizaciones de derechos humanos y los movimientos sociales. Ojalá que, en este sexenio, sectores sociales más amplios acompañen esta rebeldía, toda vez que durante los últimos años la sociedad mostró una gran indolencia y muy poca solidaridad con el movimiento de víctimas. ____ Nota del editor: Jacques Coste ( @jacquescoste94 ) es internacionalista, historiador, consultor político y autor del libro Derechos humanos y política en México: La reforma constitucional de 2011 en perspectiva histórica (Instituto Mora y Tirant lo Blanch, 2022). Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.

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