Las agresiones a precandidatos se están volviendo noticia de todos los días. Desde que iniciaron las precampañas a nivel local, a finales del año pasado, han sido asesinados, al menos, ocho aspirantes a cargos de elección popular, sobre todo a presidencias municipales, y otros sufrieron ataques y apenas sobrevivieron. También hay decenas de víctimas, mucho menos visibilizadas, pero que también forman parte de esta ola de violencia: funcionarios públicos, policías municipales, periodistas, defensores de derechos humanos, familiares y escoltas.

La mayoría de los eventos fueron perpetrados por comandos armados. Es claro que el crimen organizado está detrás de estos hechos. La reacción de las autoridades ha sido demasiado lenta y cuenta con serias fallas de origen. No habrá buenos resultados. Por un lado, la violencia política no es algo nuevo en nuestro país (de hecho, le dio forma a nuestro sistema político a principios del siglo XX), pero incrementó 235.7% de 2018 a 2023, de acuerdo con Data Cívica. No obstante, apenas la semana pasada el Instituto Nacional Electoral (INE) anunció un plan conjunto con la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana (SSPC) para proteger a las y los candidatos . El problema ha crecido a la vista de todos desde hace años y después de ocho aspirantes asesinados en este proceso apenas se habló de acciones concretas. Por otra parte, está el contenido del propio plan. Básicamente, consiste en bridar protección especial a las y los candidatos de partidos políticos que así lo soliciten, priorizando aquellas regiones de mayor riesgo de acuerdo con indicadores de incidencia delictiva. Podemos asumir que las Fuerzas Armadas (aquí entra la Guardia Nacional) serán las responsables de ejecutar los protocolos de acción. En esos términos, el plan cuenta con dos grandes fallos: uno técnico y otro de concepto. El problema técnico está en la prevención de la violencia. Es una buena idea atender prioridades concentrándose en las zonas de mayor riesgo. El problema está en los criterios utilizados para definir el nivel de riesgo. La incidencia delictiva es un indicador muy poco confiable para eso, no sólo por los problemas de subregistro, sino porque no siempre reflejan la dinámica del crimen organizado. Puede haber zonas con muy baja incidencia delictiva en donde los candidatos se encuentren en riesgo máximo. Un ejemplo muy claro de lo anterior es el asesinato del perredista Marcelino Ruiz y su esposa hace unos días en Guerrero, quien aspiraba a la presidencia municipal de Atlixtac, un territorio con pocos homicidios dolosos, extorsiones, secuestros o robos en comparación de otros municipios guerrerenses, pero clave para la producción de amapola y por ello de sumo interés para los grupos criminales. Si las autoridades aspiran a proteger a las y los candidatos con eficacia, hay que ajustar el plan de manera urgente, incluyendo indicadores más precisos para determinar los niveles de riesgo, como, por ejemplo, la presencia de múltiples mercados ilícitos además del narcotráfico, como el tráfico de personas o la extracción de minerales, o la presencia de organizaciones en conflicto armado. Considerando criterios como estos habría que focalizar la intervención en varias regiones de entidades como Guerrero, Jalisco, Michoacán o Chiapas, justamente en donde ya ocurrieron algunos asesinatos este año. No es necesario inventar el hilo negro. Basta con identificar las características de los territorios en donde ocurren agresiones con frecuencia. El segundo problema está en la concepción del plan. Por supuesto que es importante garantizar la seguridad física de las personas candidatas, pero la violencia política no es el problema de fondo. Las agresiones forman parte de procesos mucho más profundos y con impactos más severos para la sociedad que una crisis de seguridad pública a la que deben responder las policías.

Detrás de la violencia política está la intervención del crimen organizado en las elecciones y, detrás de la misma, la imposición de regímenes criminales en varias regiones. Las elecciones se están convirtiendo en un mecanismo eficaz para que organizaciones criminales asuman el control político, económico y social de los territorios; en pocas palabras, nuestra democracia está secuestrada. Además, la visión del INE y la SSPC, al menos la que proyectan a través del plan, es tan parcial que no atiende otras formas de intervención del crimen en las elecciones, como la imposición de candidatos, la movilización del voto o el financiamiento de campañas. Liberar a nuestra democracia implica, entre otras cosas, neutralizar a las organizaciones criminales cerrando sus fuentes de ingresos, desmantelando sus sistemas de inteligencia y arrebatando sus bases sociales. No es una tarea sencilla; a corto plazo, hay que reducir la autoridad de los grupos criminales en focos rojos (por ejemplo, en Guerrero o Chiapas) y evitar su expansión en zonas vulnerables (Yucatán o Puebla, por mencionar un par de casos) y, a largo plazo, reducir las desigualdades más profundas. Felipe de la Mata, magistrado del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, planteó la posibilidad de que, algún día, el crimen organizado se apodere de la silla presidencial. No sucederá de inmediato, porque al crimen organizado le bastan los gobiernos locales para florecer. Pero podría ocurrir en algunas décadas si nuestra democracia permanece cautiva. Por lo pronto, las autoridades no están haciendo lo suficiente para liberarla. ___ Nota del editor: Armando Vargas (@BaVargash) es Doctor en Ciencia Política, profesor universitario y consultor especializado en (in)seguridad pública y riesgo político en Integralia Consultores (@Integralia_Mx). Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.

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