A casi cuatro meses de los comicios federales del 2 de julio, aún no se asienta el polvo lo suficiente para apreciar –fríamente– los efectos del avasallador resultado electoral sobre la democracia mexicana. La polarización preelectoral ha evolucionado y se manifiesta hoy en forma de versiones conflictivas de lo que es o debe ser nuestro sistema democrático. Por un lado, se argumenta que la esencia de la democracia es la posibilidad de que los votantes decidan qué personas y qué ideas podrán ocupar el gobierno y los poderes del Estado por un periodo determinado. No hay nada más democrático, en esa línea, que un gobierno que responde al mandato popular implementando su programa ideológico.

Enfrente, se extiende la idea –notoriamente entre los defensores de la democracia liberal de tradición occidental– de que la omnipresencia de una sola fuerza política implica el sometimiento de la legislatura y las Cortes ante al Ejecutivo, socavando la división de poderes y los controles democráticos, lo que nos aproxima a un régimen autoritario. Es difícil negar, tras el shock causado por la decisión mayoritaria de los votantes, que el modelo de transición democrática que se impulsó a partir de 1997 –basado en los equilibrios entre poderes, las reglas electorales, las autonomías, el espacio cívico y el periodismo libre– estaba menos firme de lo que se pensaba entre los valores de las élites políticas del país. La decepción frente al fracaso de las instituciones representativas para contener las desigualdades arrojó un voto masivo de personas dispuestas a buscar cambios radicales; soluciones efectivas e inmediatas a los problemas históricos de pobreza, vulnerabilidad, violencia y enorme discriminación. El riesgo de esa bomba de tiempo era lo que estamos observando ahora: poderosas fuerzas antidemocráticas aprovechándose de la desesperación e indignación de millones para doblar el sistema y crear las condiciones para mantenerse indefinidamente en el poder. Considero que nos encontramos en un momento en el que debemos verbalizar con claridad cuáles son los elementos mínimos a defender de nuestro sistema político, más allá del debate sobre los diferentes tipos de democracia y las expectativas que se tengan de ella. En primer lugar, en las últimas tres décadas México presenció una evolución positiva en su cultura cívica. La libertad de expresión y el rechazo a la censura, la conciencia del poder del voto, el pensamiento crítico y la exigencia de respeto a los derechos humanos son victorias imposibles de regatear. Como sociedad, debemos cuidar ese espacio que permite la libertad de conciencia y de pensar distinto, un pensamiento verdaderamente libre, que no cede ante la comodidad o el miedo a las represalias. Debemos mantenernos, por otra parte, fieles a la verdad como una construcción colectiva –que emerge de evidencias y de versiones competitivas de la realidad–; la verdad no puede ser un monopolio de los poderosos. Debemos evitar, también, que la desinformación nos conduzca a un punto en el que ya no haya nada en lo que podamos creer. En segundo lugar, de igual o mayor importancia, debemos reconstruir un consenso básico sobre las virtudes del método democrático. ¿Qué defendemos exactamente cuando denunciamos el declive de la democracia? Siguiendo a Adam Przeworsky, lo que protegemos es la posibilidad de remover a un gobierno mediante el voto ciudadano, la convicción de que las victorias y las derrotas deben ser siempre temporales. La democracia sobrevive cuando los ganadores no abusan de su poder y los perdedores están dispuestos a esperar su turno. Los verdaderos demócratas deben estar preparados para enfrentar derrotas y su desplazamiento mediante el proceso electoral . La oportunidad de resolver los conflictos sin recurrir a la violencia o a la sumisión es otra de las virtudes que únicamente los sistemas democráticos pueden ofrecer.

No podemos ignorar las grandes lecciones del siglo XX mexicano, cuando la oposición simplemente no podía ganar elecciones (o asumir el poder cuando lo hacía), cuando las instituciones establecidas no contaban con la capacidad de controlar al Ejecutivo y las manifestaciones populares eran reprimidas con la fuerza del Ejército . Cuando los hombres de poder decretaban la verdad oficial, cuando se sancionaban medios de comunicación críticos, cuando se respiraba la falta de libertades. La ignorancia de la historia y sus movimientos pendulares desembocan en la arrogancia de quienes creen que las mayorías dan en automático la razón. Se polarizan las posturas y se incurre en todo tipo de falacias del pensamiento para descalificar a quienes se perciben como enemigos, más que como grupos disidentes que participan en la competencia política legítimamente, bajo las mismas reglas que permitieron la entronización de los gobernantes en turno. Por más que una gran mayoría otorgue legitimidad y margen de maniobra a un nuevo gobierno, estos son los límites, los elementos básicos de la democracia cuyo debilitamiento prueba inequívocamente la tentación autocrática de los ganadores. ____ Nota del editor: Javier González es director de Desarrollo Institucional en Ethos Innovación en Políticas Públicas. Síguelo en LinkedIn y/o en X como @Javier_GlezGom. Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.

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