Durante casi todo el Siglo XX el presidencialismo mexicano se caracterizó por un conjunto de reglas “no escritas” que marcaron casi todos los sexenios de la hegemonía priista. Entre ellas estaba la facultad del presidente para designar a su sucesor a través del mítico “dedazo”. Envuelto en una atmósfera casi de sucesión monárquica, signaba, al mismo tiempo, el cenit y el ocaso del poder del presidente en turno.

Esta regla pareció desvanecerse en el Siglo XXI durante los gobiernos de los tres presidentes de la era democrática. Incluso en el último sexenio del priismo, las preferencias de Ernesto Zedillo no fueron decisivas para la candidatura de Francisco Labastida en el año 2000, quien surgió de una inédita elección primaria. Vicente Fox, el primer presidente de la transición, inicialmente impulsó sin éxito a su coordinadora de campaña y después esposa, Martha Sahagún. En las primarias del Partido Acción Nacional (PAN) en el 2005, Fox apoyó a su exsecretario de Gobernación, Santiago Creel, quien a la postre perdió frente a Felipe Calderón. Él mismo, en 2011, apoyó durante el proceso interno de su partido a su exsecretario Ernesto Cordero, quien perdió la candidatura frente a Josefina Vázquez. El regreso del PRI en 2012 no auguraba un sexenio tan desastroso en términos de la popularidad presidencial y eficiencia gubernamental, pero Enrique Peña Nieto y su partido terminaron el sexenio con tan bajo nivel de aceptación que para tratar de atraer a “nuevos” votantes modificaron los estatutos del PRI para que pudieran postular a un ciudadano sin militancia, un traje a la medida para José Antonio Meade, exsecretario de Hacienda y el personaje que menos rechazo generaba entre los votantes. Ello no fue suficiente ante el tsunami de la popularidad de López Obrador que lo llevó a ganar la Presidencia en 2018. Sin excepción, todos los presidentes desde Zedillo a Peña Nieto, no sólo no lograron revivir el “dedazo”, sino que una vez conocido el sucesor, su influencia sobre el sistema político se empezaba a desvanecer, como les sucedió a todos los expresidentes de la era del priismo hegemónico. Obligados a aceptar la máxima: “no reelección”, de origen maderista revolucionaria, los presidentes empiezan a darse cuenta de que el sistema político mexicano también tiene otra regla no escrita: no hay vida después de la Presidencia. O al menos no hay vida política. Por ello tratan a toda costa, en el último año de su sexenio, de salvaguardar su “legado”, no conciben que serán sustituidos y “olvidados”, y que deberán ceder el poder. Peña Nieto cerró su sexenio con unos índices de popularidad cercanos al 20%, con acusaciones de corrupción hacia funcionarios de su círculo cercano; nunca recuperó la credibilidad a partir del caso Ayotzinapa. Las reformas estructurales que impulsó con el Pacto por México fueron rápidamente cuestionadas y entregó un país altamente endeudado. El fin del sexenio de Calderón se caracterizó por la espiral de violencia que derivó de la fallida estrategia Guerra contra el Narcotráfico. Fox terminó su sexenio en medio de una crisis política provocada por las movilizaciones que generaron los señalamientos de fraude electoral en la elección de 2006, pero sobre todo el descontento e insatisfacción con el primer gobierno de la transición. Fox y Calderón pudieron ufanarse, como López Obrador ahora, de dejar la Presidencia con índices de popularidad superiores al 50%. Pero popularidad no es sinónimo de eficiencia gubernamental, y López Obrador lo sabe bien.

Su gobierno ha sido una campaña permanente con sus conferencias mañaneras como foro principal, pero la evaluación de su gobierno, las cuentas que está por dejar, son mucho más preocupantes que las herencias de los gobiernos anteriores. A diferencia de los últimos cuatro presidentes, López Obrador sí logró imponer a su persona favorita en la carrera por la sucesión presidencial. El poco democrático, pero eficiente mecanismo de selección “por encuestas”, funcionó para posicionar a Claudia Sheinbaum por encima de otros perfiles con iguales méritos, pero quizá con menor fidelidad a su proyecto y mayor independencia intelectual. No obstante, Sheinbaum sabe bien que tarde o temprano deberá romper con el presidente en turno. Todos los sucesores a la Presidencia lo hicieron, porque el llamado a cuentas siempre llega y ningún nuevo presidente se hace cargo de las herencias de su antecesor. Quizá ello explica por qué López Obrador presentó en días pasados una agenda de 20 reformas constitucionales y legales en diversos ámbitos. Presentarlas en el año de la sucesión presidencial, con su candidata que se perfila a ganar, sólo puede entenderse como un intento de retrasar el llamado a cuentas. Le está imponiendo una agenda a ella, a su partido y a sus candidatos para otros cargos; está desviando la atención pública de la evaluación de su gobierno, y al mismo tiempo es un testimonio de que, no obstante haber contado con mayorías legislativas durante todo su gobierno –situación que no se había presentado desde 1997–, no logró transformar al país. ____ Nota del editor: Fernando Barrientos del Monte es politólogo y Profesor Titular A de Tiempo Completo en la Universidad de Guanajuato. Síguelo en X (@fbarrienmx) y en LinkedIn. Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor. AMECIP En Expansión

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