Así como las terribles imágenes de los tiroteos masivos, que se repiten cada cierto tiempo en un ciclo que se antoja inevitable, Estados Unidos parece incapaz de zafarse de otro flagelo alarmante: los casos de abuso de fuerza policial. La historia está llena de estos episodios. Quizá el peor (o al menos el más conocido) ocurrió a principios de los 90 en Los Ángeles, cuando varios policías estuvieron a punto de matar a golpes a un hombre afroamericano llamado Rodney King. La absolución de los oficiales desató disturbios históricos.

En el 2021, el vídeo del maltrato a George Floyd dio pie a las movilizaciones más numerosas en defensa de la igualdad racial y el respeto a los derechos humanos desde mediados de los años 60. Pero ni siquiera esos momentos de conmoción han logrado evitar la repetición del horror. El último capítulo ocurrió hace unos días en Memphis, Tennessee. Lo conocemos en toda su extensión terrorífica gracias al uso de cámaras corporales y la presencia de una cámara cenital que grabó la escena. Y no podía ser peor. Cinco policías persiguen a un hombre afroamericano aterrado, que no ha hecho absolutamente nada. Enloquecidos, lo golpean. Le dan órdenes contradictorias. Lo ponen al borde de la muerte.

Tyre Nichols, mientras tanto, pide a gritos la ayuda de su madre, que vive a algunas cuadras de la escena de la golpiza. Los gritos desesperados son de verdad descorazonadores. En el fondo, quizá, intuye que no hay nada que hacer ante el frenesí enloquecido de la autoridad. Las imágenes de la muerte de Nichols son ya parte del catálogo del horror en una sociedad que tiene rasgos de locura. No hay manera de justificar la conducta de esos oficiales de Tennessee. Tampoco hay manera de entenderla. Lo único urgente es extirpar el tumor de la violencia. La pregunta es cómo hacerlo. Y Estados Unidos parece incapaz de encontrar la respuesta. _________________ Nota del editor: Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor.

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