Cito un texto clásico de Daniel Cosío Villegas –El estilo personal de gobernar–, para ubicar el que, tal vez, sea el reto principal del gobierno que inicia gestiones. Para quien encabeza el gobierno federal hoy, haber llegado a la cima más alta del poder político en México es gracias a quien le entrega la banda presidencial. La gran incógnita aquí es cómo gobernará Claudia Sheinbaum. Desde que hace tres años inició una muy anticipada precampaña, hubo una intención de posicionarla como una figura nacional. Es, por supuesto, una figura ampliamente conocida, pero no hay una idea contundente de cómo será su gobierno. Esto se debe al hecho obvio de que no se despegó un ápice de la línea del presidente saliente, dados los buenos dividendos políticos obtenidos.
Toda la campaña y el proyecto político de gobierno estuvo determinado a partir de las reformas anunciadas por el presidente el pasado 5 de febrero, en ocasión del aniversario 107 de la Constitución. Esto es, para un segmento significativo de la ciudadanía, Sheinbaum es ampliamente conocida, pero no se sabe quién es y cómo se puede conducir fuera del cobijo del que constantemente ha definido como “el mejor presidente de México” (sic) y su vocación de construir lo que llaman un segundo piso de su visión política. En ese sentido, es un mandato no opcional para la administración que arranca promover el legado –complejo y destructivo a la vez– del líder indiscutido de la camarilla política gobernante. Aquí reside la clave. Al día de hoy, el manual clásico de la política indica que no tiene sentido criticar o distanciarse del líder a quien todo debe, en una coyuntura enteramente favorable para la clase política gobernante. Lo que no queda claro, es que alguien con tanta vocación de poder como la del presidente saliente vaya a adoptar un perfil discreto o, si por el contrario, al estilo del Jefe Máximo, Plutarco Elías Calles, intente mantener un control sobre su sucesora, con el propósito de incrementar su legado político. No hay indicios claros para saber con el paso del tiempo si será una relación de coordinación, subordinación, confrontación o de lejanía y sana distancia. Más allá de la indiscutida aprobación que se presenta en la transición entre ambas administraciones, el legado que deja el gobierno es francamente negativo. Por citar algunos hechos y saldos: 800,000 muertes por pandemia, el gobierno más sangriento en términos de homicidios, icónicos escándalos de corrupción y nepotismo, la militarización creciente –que lleva a replantear el verdadero peso de cada componente en la relación cívico-militar del régimen–, el crecimiento económico más mediocre en seis gobiernos y una deuda pública con un crecimiento que deja al gobierno entrante en una situación mucho más desfavorable, en comparación al arranque de la administración en 2018. Dado que el éxito electoral residió en el reparto de programas sociales, el gobierno que arranca está obligado a mantener ese modo clientelar de gasto público. También tiene el mandato de seguir avanzando en la agenda de destrucción institucional de la democracia pluralista que se construyó trabajosamente durante el periodo de consolidación democrática. Finalmente, será interesante ver si habrá un proceso de autocontención y abandono del sectarismo o si, por el contrario, ese estilo y conducción se profundizará. No hay que olvidar diferencias que no son sutiles respecto al periodo hegemónico del PRI del siglo pasado. Los presidentes anteriores a 1988 tenían un completo domino, por contar con el Poder Ejecutivo, las dos Cámaras del Congreso de la Unión, mayorías en los congresos estatales y todas las gubernaturas. Se dirá –y es cierto– que el actual grupo político que encabeza el régimen tiene menos que eso.
Lo que no hay que perder de vista en el autoritarismo populista que se consolida a pasos agigantados, es una novedad que ni el régimen hegemónico del PRI se atrevió a hacer: promover y aprobar, empleando los más bajos recursos de la política, la reforma al Poder Judicial, con lo cual el régimen coopta el poder que le faltaba del Estado y, con ello, prácticamente desaparece cualquier contrapeso en el necesario equilibrio de poderes que debe tener una democracia constitucional. Por cierto, si bien la destrucción del Poder Judicial no es una iniciativa original –ninguna, en realidad– de la presidenta entrante, sí la suscribió durante la campaña, y es tan cómplice como su antecesor, de llevarla a cabo. Tiempos duros para el país. ____ Nota del editor: Horacio Vives Segl es licenciado en Ciencia Política por el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y doctor en Ciencia Política por la Universidad de Belgrano (Argentina). Síguelo en Twitter . Las opiniones expresadas en esta columna son responsabilidad del autor.
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