La Constitución mexicana es producto de un largo proceso de ajuste estabilizador, tendiente al desarrollo de las condiciones propicias para que el individuo alcance, en armonía con la sociedad, las metas y anhelos que ha trazado para sí, brindando prosperidad a los suyos.
Si bien es cierto, mucho en ella son convenciones mejorables para el buen funcionamiento del aparato gubernamental, se pueden aún apreciar los dos grandes apartados que la integraron originalmente, una sección de los derechos del gobernado, valladares impasables para el gobernante, y otra, que marca los términos en que opera el sector oficial, éste último ha sido producto de un incesante cambio, pero éste no ha pasado de ser una distribución de quehaceres burocráticos. Para quienes realmente la conocen, en nuestra Carta Fundamental resultan identificables pactos fundacionales, sobre los cuales se erigió esta nación, sin los cuales, dejaría de ser ella. El presidente ha dejado claro que no los entiende, y ha pretendido alterar lo inalterable, ofreciéndonos pingues beneficios, incluyendo un inviable programa de pensiones, sin advertir que puede estar abriendo la caja de pandora. No se trata pues de un manual de organización del poder público, ni mucho menos una componenda para entramar un trabuco que permita a un grupúsculo de políticos aferrarse por largo tiempo al poder. Lamentablemente, es esta última visión la que ha inspirado una veintena de deformaciones que irresponsablemente se pretenden hacer al pacto que rige la vida cotidiana de los mexicanos. La intentona no sólo es inoportuna, dado que se presenta en el peor momento, cuando la partidocracia defiende con dientes y uñas los escaños, posiciones y territorios que asume como propios. Se ha presentado en medio de un proceso electoral, sometiéndose al escrutinio de quienes detentan, por unas semanas más, un cargo popular, asunto que resulta de la mayor relevancia, dado que enturbia el parecer y proceder de quienes aspiran a mantenerse a toda costa en la posición, sesgando la objetividad con la que deberían valorar un ajuste a la compleja maquinaria que hace posible la vida en común. Hay quienes piensan que quienes han ocupado cargos en el gabinete en este sexenio cuentan con la preparación y experiencia para que las dependencias y entidades federales operen. Ello es falso, en su gran mayoría se trata de oportunistas y advenedizos, profesionales en llevar la contra. Su arribo ha sido sorteado por la república, dado que, tras varias décadas, el aparato gubernamental adquirió vida propia. Éste puede marchar, razonablemente bien, al margen de quienes ocupen los cargos, empleos y comisiones que tanto ansían repartirse los políticos. En 100 años, contados a partir de que concluyó nuestra guerra civil, a la que llamamos revolución, se generó un impulso, que hace que las cosas pasen y sucedan, éste se conoce como inercia administrativa. Quienes la hacen posible permanecen al margen de colores y divisas. Es por eso que, no obstante que se encuentre al frente de la SHCP Videgaray; Ramírez de la O, o hasta alguien que realmente conozca y sepa de finanzas públicas, la recaudación sucede y el gasto se ejerce. Cuando la pandemia emergió, manteniendo prácticamente a todo mundo en casa y el residente de palacio continuó su gira promocional, el país no vivió episodios o transes de interrupción de obras y servicios públicos, dado que la maquinaria burocrática opera, no a partir, sino a pesar, de los altos funcionarios que designa el partido en el poder. Quienes, por azares de la grilla, son designados en altos puestos suelen confiar, y hasta abandonarse, en los mandos y operarios inferiores, dado que ellos hacen que la gestión oficial avance. Son la ambición, las ansías de poder y de dinero, lo que afecta la correcta operación de la inercia administrativa, alterando su marcha. Ésta se inhabilita con forzadas adjudicaciones directas, decisiones disruptivas y hasta vulgares ocurrencias. De forma que, aunque los titulares de las secretarías de despacho carezcan de la preparación requerida, es realmente raro e inusitado que alguna dependencia derive sin rumbo. Actualmente, los ramos salud y educación sirven como evidencia de que, sólo si se adoptan caprichos y necedades, ejerciendo arrogantemente la ignorancia en el puesto, la inercia administrativa deja operar. Fue así que en ellos se produjo el desabasto de medicamentos y los bajos niveles de instrucción de nuestros educandos. Lo que cada seis años sucede, es que los altos mandos, así como los allegados designados en los dos niveles inmediatos debajo de éstos, se entregan a esa baja pasión denominada política, abandonando la operación de las oficinas de gobierno en el gran aparato inercial. Esa que no se ve, ni aparece en los titulares, es la poderosa burocracia, la cual, hace que funcione el sector público. Ningún político, empezando por quien ahora ocupa la silla, se atrevería a sustituirla o mandarla a su casa. El resultado sería catastrófico. La Constitución del 17 ha sido un resiliente instrumento que ha soportado la estulticia que caracteriza a nuestros políticos, cuando éstos, en ánimo de hacer historia, o bien, de hacerse de una cuota de poder, se ponen a jugar al constitucionalista, toqueteando y manoseando el pilar que mantiene el orden. Preservar la estabilidad es la noble tarea que ha cumplido el documento fundacional, a pesar de la necedad y terquedad de los soberbios funcionarios.
El siglo XIX nos enseñó que el estado moderno se sustenta en dos pilares, el Código Civil y la Constitución. Son los ejes que norman y rigen la vida diaria de los ciudadanos, en lo privado el primero, y en lo público, la segunda. Cada movimiento, alteración o enmienda en ellos afecta inevitablemente el rumbo del país. No es asunto menor. Lamentablemente, nos hemos llenado de personajes que, con las más inusitadas formaciones, se han asumido constitucionalistas. Se han atrevido a deformar nuestra Carta Fundamental incorporando defectuosos artículos que no albergan la simple esencia rectora que corresponde a una norma constitucional. Se trata de farragosas y muy largas descripciones de instituciones y procesos, dado que sus autores son incapaces de captar y redactar los principios esenciales a respetar. Algunos de los preceptos incorporados en los últimos treinta años son tan largos y detallados, que lo único que hacen es dejar patente la escasa formación jurídica de sus autores. El infausto Pacto por México es la clara muestra de lo que no debe ser una enmienda constitucional. Otro vicio, es el colocar en apartado transitorio asuntos, componendas y hasta inconfesables acuerdos, cuando tales dispositivos sólo debieran llevarnos del status quo , al nuevo régimen o situación que se contiene en la enmienda, esto es, sólo deben de regir el período de transición, sin embargo, ahora tenemos artículos efectivamente transitorios, y otros, que estando en el lugar dispuesto para éstos, se pretende sean observados indefinidamente. Esta nociva creación surge de la pluma de Santiago Creel, quien un día dejó la larguísima vida de consultor corporativo, y amaneció constitucionalista. Ahora, se autonombra el “Hombre Constitución”, ya que tiene muchas ediciones, en vistosos colores y tamaños. De ese tamaño es nuestro problema. Una propuesta constitucional debe ser producto de un concienzudo, responsable y técnico análisis, y no fruto de la furia, de la revancha, y menos aún, del ánimo de acabar con quienes piensan de manera distinta. La iniciativa de reforma constitucional debe ser resultado de consultas; auscultaciones, y un intenso debate, tanto de expertos en la materia a reformar, como en el trámite constitucional, y no ser el detonante de éstos. El presidente ha adoptado como conclusión, lo que no son sino frívolas premisas, surgidas al calor de disputas por el poder. La división de poderes, en su moderna concepción, entendiendo por ésta, aquella que incluye mecanismos técnicos cuya visión de largo plazo preserva en favor de las nuevas generaciones los activos, recursos y fondos públicos, es esencia del pacto constitucional. Éste pacto rige la relación de quien detenta el poder con los ciudadanos. No se trata de un acuerdo que pueda ser confiado a las inefables y locuaces dirigencias de los partidos. Alterar el pacto en su esencia, no es asunto que corresponda al legislativo ordinario, es asunto que no puede, ni debe resolverse, por ramplonas votaciones en un parlamento de arribistas, aun cuando se turne después a insulsas legislaturas de los estados. Debe ser producto de un pausado proceso de auscultación y consulta, previo e incluyente. El leit motiv de la iniciativa de reformas constitucionales atenta gravemente contra la división de poderes, lo cual transgrede la esencia del acuerdo del 17. Se ha presentado poniéndola en manos de ordinarios legisladores, sin conocer el sentir de aquellos a quienes se gobierna, sí, sin acudir a quienes, consciente o inconscientemente, han encontrado en la división de poderes, el sustrato mismo del estado mexicano, siendo por ello, la presentación del esperpento, un abuso de atribuciones que debe ser severamente cuestionado. Hablamos de pactos fundacionales que escapan a la bajeza de quienes hacen del poder meta. De aprobarse lo propuesto, se rompería el pacto, y solo sería cuestión de tiempo para volver a donde estábamos en el siglo XIX. ______ Nota del editor: Gabriel Reyes es exprocurador fiscal de la Federación. Fue prosecretario de la Junta de Gobierno de Banxico y de la Comisión de Cambios, y miembro de las juntas de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores y de la Comisión Nacional de Seguros y Fianzas. Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor. Consulta más información sobre este y otros temas en el canal Opinión
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