México vive una epidemia silenciosa pero letal: la del autoritarismo disfrazado de gobernabilidad. Callar, sancionar, humillar: esa es la nueva política de comunicación del régimen.
Un hecho insólito lo dejó claro: Carlos Velázquez de León, abogado y ciudadano, fue obligado a presentarse en el Senado de la República y pedir disculpas públicas a Gerardo Fernández Noroña para evitar una condena penal. ¿La causa? Una discusión acalorada en una sala VIP del AICM, donde Velázquez reclamó al legislador, con palabras fuertes pero sin amenazas, por su actuar como presidente del Senado. Noroña lo denunció por presunta agresión física. ¿El resultado? Un ciudadano sentado frente a un político oficialista, leyendo un guion en el que afirmaba que sus palabras “no reflejan los valores que guían su vida personal y profesional”. Una escena más propia de un tribunal inquisitorial que de una democracia. No fue justicia, fue escarmiento público. En Campeche, la gobernadora Layda Sansores respondió con toda la fuerza del Estado ante una crítica incómoda. El periodista Jorge Luis González, fundador del diario Tribuna, fue acusado de “incitación al odio” por atreverse a cuestionar presuntos actos de corrupción en el DIF estatal. ¿El resultado? Una jueza le prohibió ejercer el periodismo durante dos años, ordenó cerrar su medio digital, le impuso una multa millonaria y ordenó el embargo de su vivienda. ¿Su verdadero delito? Cuestionar al poder. En Puebla, el gobernador Alejandro Armenta impulsó reformas al Código Penal estatal que incluyen el ciberasedio como nuevo delito. Se castiga hasta con tres años de cárcel a quien “moleste, ofenda o injurie digitalmente” a otro ciudadano. El problema es que nadie sabe bien qué significa eso. La ambigüedad es su virtud: cualquier tuit, columna o meme crítico puede ser usado como prueba de “asedio”. La ley está hecha para imponer silencio, no para impartir justicia. En Tamaulipas, el periódico El Universal fue presionado para eliminar una nota que evidenciaba vínculos entre operadores de huachicol y miembros del gobierno de Américo Villarreal, y que anticipaba la llegada de Tania Contreras, exconsejera jurídica del gobernador y cuñada de un criminal, al Tribunal Superior de Justicia. En paralelo, el periodista Ramón Alberto Garza, de Código Magenta, fue demandado por daño moral tras exhibir las conexiones del exsubsecretario de Gobernación, Ricardo Peralta, con el “rey del huachicol”. En Sonora, una ciudadana llamada Karla Estrella, ama de casa, fue denunciada por “violencia política de género” tras publicar un tuit en el que cuestionaba que una candidatura del PT se hubiera otorgado a una mujer por presión de su esposo, el diputado morenista Sergio Gutiérrez Luna. Su mensaje, sin insultos ni lenguaje sexista, fue castigado con una batería de sanciones desproporcionadas: ofrecer disculpas públicas durante 30 días seguidos, tomar un curso de género, leer una bibliografía impuesta, pagar una multa y permanecer 18 meses en el Registro Nacional de Personas Sancionadas. Todo por ejercer su derecho a opinar. Este patrón sancionador se aplica con criterios vagos, borra los límites entre crítica legítima y violencia real, y se ha convertido en un instrumento de censura que protege a los poderosos del escrutinio ciudadano. El objetivo es claro: blindar al poder del juicio público y castigar a quien lo incomode. La paradoja es cruel: mientras Claudia Sheinbaum declara estar en contra de la censura, su gobierno y sus aliados fabrican herramientas legales y utilizan todo el poder del Estado para coartar la libertad de expresión. Desde tribunales hasta congresos estatales, se están usando las instituciones para silenciar voces, clausurar portales, intimidar periodistas y castigar ciudadanos críticos.
Estamos frente un régimen que busca eliminar los contrapesos para que solo se escuchen aplausos. La libertad de expresión no puede depender del humor de un gobernador ni del ego de un senador. Se persigue, se amedrenta y se neutraliza al periodismo y a la crítica ciudadana. La desaparición de contrapesos, la sumisión de jueces y el uso faccioso de instituciones se combinan para instalar una dictadura silenciosa que comienza apagando voces incómodas. Hoy, en México, disentir es un acto de resistencia. Y si permitimos que este contagio autoritario siga avanzando, mañana ya no habrá nadie que cuente lo que pasó. ____ Nota del editor: Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor.
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