Ante la indignación ciudadana que ocasionó el asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, la presidenta Claudia Sheinbaum presentó el Plan Michoacán por la Paz y la Justicia. Las medidas anunciadas incluyen el despliegue de más de 4,000 elementos militares junto con drones, vehículos de combate y helicópteros en la entidad; el reforzamiento de las medidas para combatir la extorsión; el aumento de los apoyos monetarios a pequeños y medianos productores agrícolas; el mejoramiento de la coordinación en materia de seguridad entre los gobiernos municipales, estatal y federal; y la intensificación de las labores de inteligencia para detener a “generadores de violencia”.

Las medidas anunciadas no son novedosas. Lejos de señalar un cambio en la estrategia de seguridad, son un reforzamiento local de la política federal que ya está en marcha. Quizá lo único nuevo sea el aumento de la presencia militar en la entidad, que, aunque la presidenta se empeñe en decir lo contrario, recuerda al Operativo Conjunto Michoacán que lanzó Felipe Calderón y que marcó el inicio de la guerra contra el narcotráfico. No dudo que el Plan incluya algunas acciones que no se pueden anunciar públicamente, ya sea por ser delicadas en términos de seguridad nacional o por exigir discreción política. Por ejemplo, es posible que la presidenta le haya llamado la atención al gobernador Alfredo Ramírez Bedolla, quien —de acuerdo con reportes de prensa— ha ignorado deliberadamente los pedidos de auxilio de alcaldes de oposición, quienes estaban desesperados por la situación de seguridad de sus municipios. Espero que entre estas medidas no anunciadas esté alguna ruta de acción para el día después de que concluya el Plan Michoacán. Espero que la presidenta y su círculo cercano estén pensando en qué esperan que pase con el estado una vez que concluya la intervención especial del gobierno federal. Sí, muy bien, el Plan busca, supuestamente, restablecer la paz, la seguridad y la justicia en el estado —lo cual de por sí es un desafío enorme—, pero suponiendo —sin conceder— que la estrategia es exitosa, ¿qué garantías habrá para que, una vez que finalice la intervención extraordinaria de la Federación, continúe la paz local? Ésa es la pregunta clave. Entiendo que los ciudadanos estén tan indignados con el asesinato de Manzo que le exigen acciones inmediatas al gobierno federal. También comprendo que la presidenta haya respondido ante esta crisis política con un anuncio dramático de acciones (supuestamente) extraordinarias y decididas. Sin embargo, precisamente lo que falló en las dos intervenciones extraordinarias anteriores de la federación en Michoacán fue que los gobernantes no pensaron el día después. Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto intentaron pacificar la entidad mediante estrategias especiales y, en ambos casos, la situación de inseguridad, control territorial del crimen organizado y descomposición social volvió a empeorar rápidamente una vez que el gobierno federal redujo el grado de intervención en Michoacán. Ninguna de esas dos intervenciones especiales, ni tampoco la política de López Obrador de “atender las causas sociales” de la violencia, funcionaron. El pueblo michoacano lleva décadas sufriendo el terror del crimen organizado y los gobiernos locales y federales de todo signo han sido incapaces de protegerlo. Insisto, comprendo que esto no se puede anunciar públicamente por la delicadeza del asunto, pero el Plan Michoacán no se debería estar diseñando y ejecutando solamente desde las secretarías de Seguridad, Defensa y Marina, sino desde Gobernación (si es que aún existe esa secretaría, ¿alguien lo sabe?). El problema de Michoacán no es solamente de inseguridad y crimen organizado; también es de economía política y gobernabilidad. Como expliqué en mi entrega de la semana pasada, en varias regiones michoacanas se ha configurado un régimen criminal. Es decir, se han formado redes que unen a la economía formal, las organizaciones criminales y la política local. Una visión de policías y ladrones no basta para solucionar esta crisis. Las medidas policiales y militares para contener la expansión de los grupos delictivos, reducir la extorsión y capturar a generadores de violencia son un paso importante, pero servirán de poco si estas acciones no se complementan con la construcción de nuevos acuerdos locales de gobernabilidad y con acciones radicales para desvincular el mundo de los negocios legales y la política partidista de la esfera de la economía ilegal y las actividades criminales.

Mientras estas esferas —la criminal, la política y la económica— estén entreveradas y los actores que operan en cada uno de esos campos sean interdependientes, y mientras los arreglos políticos que garantizan la gobernabilidad y regulan la vida social a nivel local dependan del crimen organizado y no se sustituyan por otros arreglos institucionales e informales, será imposible construir paz en Michoacán. Sin embargo, hay dos grandes obstáculos. Primero, construir acuerdos locales de gobernabilidad requiere una presencia territorial y una imaginación política que no sé si el Estado mexicano posea hoy en día. Segundo, desactivar los regímenes criminales puede ser muy doloroso para la coalición gobernante, ya que muchos de sus miembros se benefician del entrecruzamiento de las esferas económica, política y criminal. Y esto aplica para toda la estrategia de seguridad de la presidenta. ¿Qué soluciones políticas ha pensado para el día después de que triunfe la estrategia de seguridad de Harfuch en distintos territorios? ____ Nota del editor: Jacques Coste es internacionalista, historiador, consultor político y autor del libro Derechos humanos y política en México: La reforma constitucional de 2011 en perspectiva histórica (Instituto Mora y Tirant lo Blanch, 2022). Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.

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