La reciente visita del Secretario de Seguridad y Protección Ciudadana y del gabinete de seguridad a Apatzingán confirma, una vez más, que el Estado mexicano no aprende. Tras el asesinato del dirigente limonero y el recrudecimiento de las extorsiones en la región, las autoridades federales respondieron con lo único que parecen saber hacer: desplegar tropas, posar frente a cámaras y prometer coordinación. No hubo diagnóstico público, ni informe de inteligencia, ni una sola medida que sugiriera comprensión de la estructura criminal que domina la Tierra Caliente. Lo que se anunció fue más presencia militar, es decir, más de lo mismo que ha fracasado durante dos décadas.

Los acuerdos: el ritual de la simulación El despliegue sin inteligencia: una receta para el fracaso Gobernanza criminal: el poder que nunca se desmanteló Intervenciones militares: 20 años de espejismos Hacia una seguridad con inteligencia y gobernanza civil

Los acuerdos dados a conocer durante la visita no son nuevos: incremento de efectivos del Ejército y la Guardia Nacional, patrullajes mixtos, reforzamiento de denuncias anónimas y apoyo temporal a productores. Son, en el fondo, el mismo libreto que se repite cada vez que una crisis local alcanza relevancia nacional. Ninguno de los compromisos incluye plazos verificables, líneas de mando transparentes ni una evaluación previa de resultados de operativos anteriores. No se anunció una sola acción de inteligencia financiera, ni un plan interinstitucional de persecución de rentas criminales. En suma, lo que el gobierno presentó como “estrategia integral” es apenas un conjunto de respuestas tácticas, reactivas y desconectadas entre sí. Es la política de la presencia: ocupar el territorio sin comprenderlo, y suplantar la estrategia por la apariencia de control. Michoacán lleva más de veinte años siendo escenario de operativos militares que inician sin inteligencia suficiente y terminan sin resultados duraderos. No existen evidencias de que la intervención actual parta de un mapa criminal actualizado, de diagnósticos socioeconómicos o de trazabilidad financiera de los grupos que dominan la extorsión. Los despliegues sin inteligencia no solo son ineficaces: son contraproducentes. En ausencia de objetivos precisos, las fuerzas armadas terminan reproduciendo el poder de las élites locales o siendo instrumentalizadas por las facciones criminales que logran infiltrarlas. La improvisación táctica no puede sustituir la planeación estratégica. Cada operativo reactivo es un reconocimiento implícito del fracaso previo, y cada refuerzo militar sin inteligencia real perpetúa el círculo de violencia que consume al estado. En Michoacán, la criminalidad no es una anomalía: es un sistema de gobernanza paralelo. Desde los años noventa, el poder local se ha sostenido en acuerdos tácitos entre caciques, empresarios y grupos armados que garantizan estabilidad a cambio de impunidad. Los Viagras, el Cártel de Tepalcatepec y otras estructuras surgieron de esas alianzas híbridas que mezclan lealtad política, economía ilícita y control social. El Estado no ha enfrentado esa estructura; ha aprendido a coexistir con ella. Por eso, cuando el gabinete federal llega a Apatzingán con discursos de “recuperar la paz”, lo hace sobre un terreno institucional erosionado. Sin voluntad de depurar corporaciones, auditar gobiernos municipales y romper los pactos que sostienen a los grupos locales, cualquier despliegue se vuelve decorativo. La violencia no es un brote espontáneo, sino el resultado de una gobernanza criminal que sigue intacta. Desde la “Operación Conjunta Michoacán” de 2006 hasta los operativos actuales de la Guardia Nacional, el saldo es el mismo: contención temporal, desplazamiento del conflicto y reconfiguración de actores. Las cifras de homicidios y desapariciones se reducen durante los meses de presencia militar, pero repuntan tan pronto las tropas se repliegan. Ninguna de esas intervenciones logró reconstruir capacidades civiles ni restablecer el Estado de derecho. La explicación es estructural: los militares pueden ocupar el territorio, pero no pueden gobernarlo. Carecen de atribuciones para reconstruir policía, fiscalías o cadenas productivas, y su presencia constante termina sustituyendo el poder civil en lugar de fortalecerlo. Mientras el país siga confiando en la militarización como respuesta mágica, Michoacán seguirá siendo un espejo del fracaso nacional: un territorio administrado por la fuerza, no por la ley. Corregir el rumbo requiere abandonar el fetiche del uniforme. La experiencia internacional muestra que los contextos de criminalidad organizada solo se transforman mediante inteligencia financiera, investigación judicial y control del flujo de rentas ilícitas. En Michoacán, esto implica atacar el sistema de cobro de piso, auditar las asociaciones de productores, rastrear el lavado en empacadoras y transportistas, y sancionar a los funcionarios locales que facilitan esos circuitos. La seguridad no se construye con despliegues espectaculares, sino con información precisa, coordinación interinstitucional y rendición de cuentas. Sin un centro estatal de inteligencia con presencia territorial y sin una fiscalía especializada en economía criminal, cualquier operativo está condenado a repetir errores. El gobierno debe asumir que la paz no se decreta: se diseña y se administra con evidencia, no con discursos.

Conclusión: romper el ciclo de la improvisación

Lo ocurrido en Apatzingán no es un hecho aislado, sino la repetición metódica de una política agotada. Cada vez que un líder es asesinado y el gabinete se moviliza, el Estado se exhibe como un actor reactivo, sin visión ni estrategia. Las tropas se van, los grupos criminales se adaptan y la población queda nuevamente a merced de las extorsiones. Ser severos en la crítica no es un ejercicio retórico, es una exigencia democrática: Michoacán no necesita más soldados, necesita inteligencia, justicia y reconstrucción institucional. Hasta que la Federación entienda que la fuerza sin inteligencia es debilidad, Apatzingán seguirá siendo símbolo del fracaso nacional en materia de seguridad. _____ Nota del editor: Alberto Guerrero Baena es consultor especializado en Política de Seguridad, Policía y Movimientos Sociales, además de titular de la Escuela de Seguridad Pública y Política Criminal del Instituto Latinoamericano de Estudios Estratégicos, así como exfuncionario de Seguridad Municipal y Estatal. Escríbele a albertobaenamx@gmail.com Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.

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