En general, seguimos hablando de la inseguridad en los mismos términos en los que lo hacíamos durante el sexenio de Felipe Calderón, cuando inició la llamada guerra contra el narcotráfico. De acuerdo con esta lógica, habría grupos criminales disputándose el control de rutas, plazas y mercados para el tráfico local e internacional de drogas. Los enfrentamientos derivados de esta disputa serían los causantes de la violencia y las Fuerzas Armadas se dedicarían a “combatir a los cárteles”, ante la incapacidad de otros cuerpos del Estado para hacer frente a las bandas delictivas que producen la violencia.
Este relato siempre fue simplista y no reflejaba fielmente la compleja realidad del crimen organizado en México. Sin embargo, en su momento, tenía cierto sustento en la realidad, puesto que, en efecto, el negocio principal de los grupos criminales era el tráfico de drogas y éstos se disputaban rutas y mercados para su distribución y venta. Hoy, el problema de lo que conocemos como “crimen organizado” es mucho más complejo y ese relato ya no se sostiene, ni siquiera como explicación simplista y didáctica. Para empezar, nos imaginamos a eso que llamamos “cárteles” como actores completamente racionales, como empresas que actúan con una lógica de negocios, con decisiones de costo-beneficio. Hay algo de eso en la realidad, sobre todo en las organizaciones criminales grandes y trasnacionales, como el Cártel Jalisco Nueva Generación o el de Sinaloa. No obstante, hay muchas otras bandas de menor tamaño que actúan con otras lógicas y parámetros. Son más impredecibles, violentas y volátiles. Por supuesto, también les interesa hacer negocios y enriquecerse, pero su objetivo principal no es vender drogas, sino controlar territorios. En la práctica, estas bandas operan como un microestado paralelo en las regiones que dominan. Son quienes regulan la vida económica y social, y quienes dictan las reglas no escritas. Se enriquecen por medio de extorsiones de distintos tipos: desde el cobro de piso a los pequeños comerciantes hasta las cuotas que les pagan las grandes empresas para operar en sus territorios; desde el derecho de paso para quienes transitan por ahí hasta el control de mercados locales o el cobro de impuestos informales a agricultores, negocios informales y microempresas. Los dos tipos de organizaciones delictivas que describí están interconectados. A veces, un grupo criminal grande puede valerse de pequeñas bandas para realizar sus actividades en determinadas regiones; otras veces, hay disputas entre dos grupos criminales (ya sean pequeños o grandes); en ocasiones, ambos tipos de bandas controlan territorios en conjunto; en otras ocasiones, grupos pequeños fungen como tributarios o sicarios de los grupos grandes. Además, los dos tipos de organizaciones delictivas necesitan operar con el mayor grado de impunidad posible. Para ello, requieren la colaboración o la omisión de las autoridades formales (desde los presidentes municipales hasta las instituciones federales), las cuales obtienen mediante la cooptación, los sobornos, la intimidación, el apoyo a candidaturas y muchos otros instrumentos. Lo que ha ocurrido en los últimos años es que ha proliferado y se ha extendido el segundo tipo de organizaciones criminales (las locales, sobre todo interesadas en el control de territorios). Además, estas bandas han echado raíces profundas y gruesas en diversas regiones, en las que llevan mucho tiempo incidiendo, pero hoy controlan con más fuerza que nunca.
Corro el riesgo de ser repetitivo para tener la certeza de ser claro: esto implica que regulan la vida económica y social de las regiones que dominan. En otras palabras, su principal interés no son los mercados y las rutas para distribuir drogas, sino, más bien, el control territorial para obtener réditos a través de los distintos esquemas de extorsión e impuestos informales que mencioné. En muchos sentidos, el segundo tipo de organizaciones criminales, el que está proliferando, es peor para los ciudadanos, ya que están a total merced de las bandas, que extraen sus recursos, cobran impuestos a su trabajo, reclutan de manera forzada a sus jóvenes, introducen a sus niñas a redes de trata, cobran cuotas a las empresas para operar e inhiben cualquier esperanza de desarrollo individual o colectivo. Además, en las regiones controladas por los grupos criminales, los ciudadanos se ven obligados a seguir sus reglas no escritas y a satisfacer sus expectativas. Por tanto, las víctimas de violencia son quienes no cumplen con estas reglas y expectativas, es decir, ciudadanos comunes y corrientes, no los miembros de grupos rivales. En 2024, ambos tipos de organizaciones criminales aprovecharán la coyuntura electoral para impulsar sus objetivos políticos. Los primeros grupos —las organizaciones grandes y trasnacionales— buscarán ampliar o reafirmar sus redes de protección para operar con impunidad, mientras que los segundos grupos buscarán consolidar su dominio territorial. Así, en México, el control territorial, el monopolio del uso de la fuerza y la supremacía del Estado son ficciones cada vez más grandes. Nota del autor: Agradezco a Armando Vargas por el enriquecedor intercambio de ideas sobre este tema . _____ Nota del editor: Jacques Coste (@jacquescoste94) es internacionalista, historiador, consultor político y autor del libro Derechos humanos y política en México: La reforma constitucional de 2011 en perspectiva histórica (Instituto Mora y Tirant lo Blanch, 2022). Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.
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