En 2018, López Obrador se montó en el carro de indignación política que produjo la desaparición de los 43 normalistas y la respuesta política torpe, indolente, opaca y errática del gobierno de Enrique Peña Nieto. En contraste con su antecesor, AMLO prometió desmontar la verdad histórica, dar con el paradero de los jóvenes, así como investigar y sancionar a los responsables de los hechos. Ya todos sabemos lo que acabó ocurriendo: una traición.
Primero, el presidente instaló una Comisión de la Verdad para el caso a cargo de Alejandro Encinas, personaje experto en lucrar políticamente con la indignación que causan las violaciones a derechos humanos. Esta decisión ignoró las mejores prácticas en la materia a nivel internacional, pues las comisiones de la verdad deben ser independientes del Poder Ejecutivo. Luego, el gobierno decidió ignorar la investigación de la CNDH (cuando aún estaba a cargo de Luis Raúl González Pérez) al respecto. Esa indagatoria estaba incompleta y seguía sin resolver el caso, pero presentaba avances e indicios importantes que hubiesen sido útiles para continuar la investigación. En 2022, dimitió el fiscal especial para el caso Ayotzinapa, Omar Gómez Trejo, luego de enfrentar duras presiones de la Secretaría de la Defensa Nacional para no investigar a fondo la posible participación de las Fuerzas Armadas en los crímenes. De modo similar, en julio de 2023, el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), cuya labor fue clave para echar por tierra la verdad histórica y hallar indicios sobre los posibles motivos, hechos e involucrados en la desaparición de los 43, anunció su salida de México luego de enfrentar el obstruccionismo militar. Esto no debe sorprender a nadie. En esta investigación y en otras pesquisas relacionadas con derechos humanos y desapariciones forzadas, López Obrador ha respaldado a los cuerpos castrenses, al pintarlos como impolutos, incorruptibles e incapaces de participar en esta clase de atrocidades. Así, el presidente ha dejado claro que no quiere que se investigue al Ejército. Ante los escasos avances en la investigación, el respaldo incondicional del presidente a las Fuerzas Armadas y la forma en que el oficialismo se benefició políticamente del caso, los familiares de los normalistas fueron perdiendo la paciencia y la confianza en este gobierno. Sin embargo, lejos de renovar los esfuerzos para resolver el caso y el compromiso con las víctimas, el gobierno respondió con cerrazón política y con calumnias contra los defensores de derechos humanos y las organizaciones internacionales que han acompañado a las víctimas. La situación estalló la semana pasada, cuando un grupo de normalistas irrumpió en Palacio Nacional, como parte de una manifestación contra el incumplimiento de promesas y la cerrazón de este gobierno para escuchar sus reclamos. Como siempre, el presidente respondió doblando la apuesta: en este caso, continuó con sus denuestos contra el Centro Pro, el representante legal de los padres, el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Todos los ataques del presidente contra ellos se fundamentan en mentiras puras y duras. Son una muestra más de cómo López Obrador siempre ha visto a las víctimas como una fuente de indignación política útil para sus ambiciones de poder y su retórica de reivindicación social; pero, cuando dejan de servirle para estos fines, se convierten en sus adversarios políticos, en parte de la supuesta élite conservadora que se le opone.
Por ejemplo, López Obrador acusó al Centro Pro, la CIDH y el GIEI de coludirse con el gobierno de Peña Nieto para construir la verdad histórica, cuando en realidad estas instituciones contribuyeron a desarticularla. Incluso, el presidente ha mostrado un acuerdo que firmaron estas instituciones con el gobierno de Peña Nieto como supuesta prueba de su colusión, cuando en realidad se firmó un convenio casi idéntico con el gobierno de López Obrador , al iniciar su mandato, a fin de continuar con la investigación del caso. Paradójicamente, luego de la manifestación que culminó con la irrupción de los normalistas a Palacio Nacional, el oficialismo ha respondido con los mismos ataques y argumentos contra el movimiento por la justicia en el caso Ayotzinapa que blandieron el gobierno de Peña Nieto, sus aliados en los medios de comunicación y los periodistas más conservadores de la discusión pública en México: han acusado a los manifestantes y los defensores de derechos humanos de participar en una supuesta conspiración internacional contra el gobierno de López Obrador y han desacreditado la forma de manifestarse de los normalistas. Al mirarse en el espejo de Ayotzinapa, los obradoristas ven con horror que se parecen mucho a sus antecesores, con el agravante de que se atrevieron a lucrar con el dolor de las víctimas para encumbrarse en el poder. Ante esta realidad, prefieren voltear la mirada —aterrados, descolocados y resentidos— hacia quienes siguen estando del lado de las víctimas y los acusan de haberlas traicionado. En el fondo, se trata de un reproche contra sí mismos, pero la salida fácil —y cobarde— es desviar la responsabilidad y seguir adelante con el cuento de que este gobierno traerá verdad y justicia. ___ Nota del editor: Jacques Coste (@jacquescoste94) es internacionalista, historiador, consultor político y autor del libro Derechos humanos y política en México: La reforma constitucional de 2011 en perspectiva histórica (Instituto Mora y Tirant lo Blanch, 2022). Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.
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