En el marco del cumpleaños 108 de nuestra Constitución, vale la pena reflexionar sobre cómo, cuánto y en qué términos ha “crecido”. Ha sufrido muchas más reformas que años: 271 (Decretos) entre 1921 y 2024.

Mantiene dos partes: la dogmática, que abarca los derechos fundamentales, y la orgánica (sobre la organización del gobierno). También sigue teniendo los mismos nueve títulos y 136 artículos (parecerían ser más porque muchos de ellos son demasiado extensos). Pero más allá de su estructura, ¿qué podemos decir de su contenido? ¿En qué tipo de Constitución se ha convertido desde su origen hasta hoy? Nació como un logro de la Revolución mexicana. En su texto original se incluyeron exigencias y aspiraciones sociales como el reparto agrario, la protección de los derechos de los trabajadores, la prohibición de la reelección presidencial, el juicio de amparo, entre otros. Asimismo, surgió como el reconocimiento de la existencia de un pacto social en torno a una forma de gobierno federal, democrática, republicana, representativa y laica. Ahora bien, las constituciones cambian conforme se modifican la sociedad y el contexto. No hay Cartas Magnas inmóviles. Y de hecho, la nuestra por muchos años sufrió pocos cambios por la hegemonía priista. Pero a partir de la década de 1990, cuando las elecciones dieron resultados más plurales, el reformismo se intensificó. Muchas reformas fueron positivas, se reconocieron más derechos humanos, se incluyeron garantías para su defensa, se crearon organismos autónomos, se incluyeron medios de control constitucional, etc. Sin embargo, así como ha habido enmiendas “constructivas” también las ha habido “demolitorias” (citando a Ramón Sánchez Medal). Muchas de ellas han vuelto a la Constitución más centralizadora y anti-federalista. Tan sólo el artículo 73, que contiene las facultades del Congreso de la Unión, se ha modificado en 88 ocasiones para habilitarle a legislar en materias que antes estaban reservadas para las entidades federativas. Por otro lado, no se puede afirmar hoy que la Constitución tiene el carácter de “Ley Fundamental”. Lo cierto es que su contenido actual es resultado de una constante evolución (o involución en algunos casos) por los cambios aprobados para hacer acordes los planes, programas y hasta caprichos del gobierno en turno (este fenómeno se ha visto con mayor intensidad desde el 2000). En buena medida, los objetivos de los presidentes (y presidenta) han dictado los cambios constitucionales cada sexenio; cuando debiera ser al revés, pues la Constitución tendría que servir de marco de actuación. Ejemplos de esto sobran (y no son sólo recientes). Más que un proyecto de nación, la Constitución se ha convertido en un proyecto de gobierno. Se ha parchado demasiadas veces y eso la ha desnaturalizado. El gran número de reformas han producido un texto deforme, complicado de leerse y entenderse de manera sistemática. Y el problema no es que haya ajustes o reformas a la Constitución. Como ya decía, las Cartas Magnas deben responder a sociedades cambiantes. Sería ilógico pensar que un documento redactado hace cien años, puede seguir rigiendo un país sin adaptaciones. Todas las Constituciones se actualizan, aun sea por vía de interpretación (como pasa en Estados Unidos). No obstante, los cambios en la Constitución mexicana no siempre han respondido a lo que el país requiere. En muchas ocasiones, más bien han respondido a las necesidades de los gobernantes. Lejos de ser una herramienta a favor de las personas, se ha convertido en un instrumento para favorecer al poder. Quizá la diferencia es que antes de 2024 lograr esos cambios era más difícil porque los presidentes no contaban con el apoyo irreductible de las mayorías calificadas en las dos Cámaras y en las legislaturas locales. Se requería de consenso y negociación. Sí, las enmiendas podrían beneficiar indirectamente un proyecto gubernamental, pero dentro de ciertos límites garantizados por la pluralidad. Esto es, las reformas que se dieron entre la década de 1990 y 2024 no cambiaron de fondo los preceptos sobre nuestro régimen político y se mantuvo su esencia democrática, aunque no siempre hayan sido reformas progresivas (sobre todo en términos de derechos).

En cambio, la Constitución de 2025 está muy lejos de parecerse a la de 1917. Ya no refleja un anhelo por tener un Estado de derecho, sino el deseo de tener un derecho de Estado (citando de nuevo Sánchez Medal). Hoy la Constitución vive sus peores momentos. Las últimas reformas derivadas del llamado “Plan C” (la reforma judicial, la desaparición de constitucionales autónomos, la militarización, la educativa, la de “supremacía”, etc.) han acentuado su proceso de degradación; su papel como pacto social para limitar al poder está en entredicho. Y se anticipa que seguirá en constante asedio, pues se habla ya de próximas reformas electorales. Ojalá estas líneas sirvan para la reflexión. ¿Es esta la Constitución que queremos? ¿Al servicio de quién debe estar la Constitución: de la sociedad o el Estado? _____ Nota del editor: Paulina Creuheras (@Paucreuheras2) es consultora especializada en derecho constitucional y electoral en Integralia (@Integralia_MX). Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente a la autora.

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