Hace unos días, José Antonio Aguilar Rivera publicó un texto interesante en Nexos . Bajo el sugerente título “La obligación de olvidar” , el ensayo postula que la memoria pública es un arma de doble filo: cuando un pueblo recuerda demasiado, la cohesión social, la reconciliación y la convivencia pacífica se tornan complicadas, casi imposibles. Así, de acuerdo con Aguilar, algunos olvidos son necesarios para que las sociedades compartan un cuerpo de valores políticos, signos de identidad nacional y, ante todo, para que sean capaces de vivir en comunidad y en paz colectiva.
Conociendo bien la obra del autor, intuyo que Aguilar Rivera escribe pensando en la crisis del liberalismo en México y en el mundo. Así, de acuerdo con su perspectiva, uno de los factores que han contribuido al debilitamiento de las democracias liberales es recordar demasiado o, lo que es lo mismo, plantarle cara a su pasado. Por ejemplo, en Estados Unidos, los llamados “padres fundadores” —Thomas Jefferson, George Washington, James Madison y compañía— están cada vez más deslegitimados entre amplios sectores sociales debido a que eran dueños de esclavos. De modo similar, la identidad plenamente liberal de los países de Europa Occidental ha perdido arrastre entre las generaciones jóvenes por el reconocimiento de las terribles atrocidades que cometieron los imperios interoceánicos europeos en sus colonias en Asia, África y América. Por su parte, España no acaba de hacer las paces con la Guerra Civil y la represión franquista, mientras que las jóvenes democracias latinoamericanas enfrentan complicaciones similares para procesar las atrocidades de las dictaduras militares. En resumen, para Aguilar y otros liberales, un factor que abona a la crisis de legitimidad del orden internacional liberal es que las sociedades democráticas están recordando en exceso o, en sus palabras, están siendo demasiado “memoriosos”. Al escrutar los mitos fundacionales del orden internacional liberal, entonces el liberalismo pierde parte de su atractivo. Nos guste aceptarlo o no, el autor tiene algo de razón: el olvido es una opción más sencilla que el recuerdo. Cuando una sociedad olvida los períodos oscuros de su pasado —como la colonización, el imperialismo, la represión, la discriminación racial o la guerra—, entonces la convivencia se vuelve más fácil, al menos momentáneamente, pues las tensiones históricas no están a flor de piel, sino escondidas debajo de la alfombra. Sin embargo, considero que Aguilar se equivoca: las sociedades más pacíficas, democráticas y plurales son, en muchos sentidos, las que se atreven a recordar en el sentido más amplio de la expresión: aquéllas que ven de frente a su pasado y se atreven a aceptar las atrocidades que han cometido, la violencia que han sufrido y los crímenes que han atestiguado, pero también reflexionan y aprenden sobre los capítulos positivos de su historia. Ahí está el ejemplo de Alemania. Por supuesto, no es un país perfecto. Al contrario: tiene muchos problemas internos y también muchas tensiones con sus vecinos. Sin embargo, logró construir un Estado de bienestar y un sistema democrático sólido de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial gracias a que le plantó cara al Tercer Reich y el Holocausto. Al final, la historia no es de buenos y malos, de luz y oscuridad, sino de matices. Y si éste es el caso, entonces la memoria pública tampoco debería ser blanca o negra, sino gris. No se trata ni de juzgar ni de justificar el pasado, sino de entenderlo y aprender de él.
Si ser demasiado “memoriosos” —es decir, juzgar con excesiva dureza al pasado— es fuente de conflictos y tensiones, el olvidar a conveniencia los eventos del pasado que causan incomodidad en la memoria pública deriva en negligencia y apatía frente a la injusticia y el abuso de poder. Para mí, la relación más saludable que un país e incluso el orden internacional en su conjunto pueden tener con su pasado es la del reconocimiento, la reconciliación y la reflexión: aceptar el pasado, hacer las paces con él y, con base en las experiencias históricas, pensar en la construcción de un futuro mejor. De esa actitud frente al pasado han surgido algunos de los capítulos más nobles de la historia reciente, como la propia Unión Europea. La integración europea, que derivó en el período más largo sin guerras en ese continente y en la consolidación de la región más cosmopolita del mundo, no surgió de olvidar el pasado de conflictos bélicos, genocidios y crímenes brutales entre países vecinos, sino de reconocer esas terribles experiencias, reconciliarse y reflexionar para la construcción de un futuro donde la convivencia pacífica fuera posible. En resumen, concuerdo con Aguilar en que la memoria pública es un asunto urgente y delicado, y coincido en que hay que lidiar con este problema para revitalizar la democracia. Sin embargo, la solución no estriba en olvidar cómodamente; más bien, pasa por recordar más y mejor (es decir, con más matices y reflexión). ____ Nota del editor: Jacques Coste (@jacquescoste94) es internacionalista, historiador, consultor político y autor del libro Derechos humanos y política en México: La reforma constitucional de 2011 en perspectiva histórica (Instituto Mora y Tirant lo Blanch, 2022). Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.
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