La noche del martes se cumplió una semana desde que el huracán Otis tocó la costa del Pacífico mexicano. Las imágenes y los testimonios que se han acumulado durante estos días no dejan lugar a dudas, se trata de una de las mayores catástrofes que han sufrido Acapulco y sus alrededores no solo en los últimos tiempos sino en toda su historia. Esta catástrofe, sin embargo, no es nada más natural sino también humana. Y así como hay un trabajo apremiante de atención y cuidados respecto a la población afectada, de limpieza y reconstrucción en el lugar de los hechos, también hay una labor de análisis y escrutinio que comienza por distinguir entre las múltiples dimensiones de la catástrofe.
La primera es la dimensión de la crisis climática. En su comunicado del martes por la noche, el National Hurricane Center advirtió que “esta es una situación extremadamente seria para el área metropolitana de Acapulco”, pues “no hay registro de huracanes con una intensidad ni remotamente cercana en ese lugar de México”. En cuestión de 24 horas Otis pasó de ser una tormenta tropical (con vientos por debajo de los 100 kph) a un huracán categoría 5 (con vientos al tocar tierra de casi 270 kph). Los expertos explican que semejante “intensificación rápida” es muy difícil de pronosticar (de hecho, todos los modelos de predicción utilizados fallaron en este caso), pero cada vez más frecuente dado el aumento de la temperatura del mar. La segunda es la dimensión de la prevención. Dado lo imprevisible del fenómeno, era limitado el tiempo para emitir alertas y desplegar protocolos. Poco se podía hacer, es cierto; pero, de todas maneras, lo que se hizo fue muy poco y, sobre todo, sin el sentido de urgencia que exigían la premura y lo anómalo de las circunstancias. Multitud de reportes lo confirman : la tarde y noche del martes las autoridades actuaron con más improvisación que organización. Dos hechos incontrovertibles ponen esa falla en contexto. Uno es que el presupuesto para el Sistema Nacional de Protección Civil se ha reducido significativamente en este sexenio: entre 2013 y 2018, promedio 224 millones de pesos (constantes) al año, mientras que entre 2019 y 2022, promedió 156. Y el otro es que tras la eliminación del fideicomiso del Fondo para Desastres Naturales (un mecanismo que había demostrado profesionalismo y eficacia) la gestión de sus recursos quedó sujeta a la discrecionalidad antes que a reglas de operación técnica certeras. La prevención no ha sido prioridad de este gobierno. La tercera es la dimensión del daño. Todavía es muy pronto para tener un recuento definitivo, que contribuya a conocer la verdadera magnitud de las pérdidas. La búsqueda y el registro de cuerpos avanza lenta y erráticamente, el lunes la gobernadora y el presidente dieron cifras distintas a las de la Coordinadora Nacional de Protección Civil o la Cámara Nacional de Comercio y Servicios Turísticos de Acapulco . Convendría no emular la tendencia oficial a querer minimizarlas prematura e irresponsablemente ( afirmando , por ejemplo, que “no fueron tantos muertos”, “el creador nos protegió” o que “ya en Navidad las familias van a estar muy contentas en Acapulco” ) y a concentrarse en un único indicador, pues además de los fallecimientos la tragedia también se debe ponderar por el número de damnificados y desaparecidos, así como la magnitud de los daños materiales. La cuarta es la dimensión de la comunicación. En un entorno de tanta incertidumbre y confusión, la voz de las autoridades cumple el objetivo crucial de brindar información y claridad. Lejos de ayudar a concertar esfuerzos, no obstante, lo que hizo el presidente fue entorpecerlos: con su amago de acudir y quedarse muy visiblemente atascado en el camino; con su aviso de que solo se permitiría a las Fuerzas Armadas entregar apoyos, no a la sociedad civil; fustigando sin ninguna necesidad a opositores, críticos, periodistas y expresidentes; en fin, haciendo propaganda, tratando de ubicarse siempre en el centro de la noticia y queriendo mantener el control de la narrativa. Como escribió Luis A. Espino , López Obrador hizo todo lo contrario de lo que recomiendan los manuales de comunicación profesional para el manejo de emergencias.
La quinta y última dimensión es la de la reacción inmediata. A una semana de Otis, y tras un inicio lento y errático, lo que llama la atención es lo insuficiente de la respuesta: falta mucha seguridad, falta más ayuda, falta mucha logística, falta más y mejor información. Y falta que las autoridades, en todos los niveles, se hagan cargo y asuman a cabalidad sus responsabilidades. Estar ausentes, guardar silencio, encontrar pretextos, desviar la atención, querer forzar un regreso imposible a la normalidad son formas de ineptitud y negligencia. Señalarlo no es “atacar” al gobierno, es demandar que lo haga mejor. Flaco favor nos hacemos como sociedad, y en mala hora con nuestros compatriotas afectados, confundiendo una cosa con la otra. _______ Nota del editor: Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor.
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