Como argumenté en mi columna de la semana pasada, el objetivo central de la reforma electoral es garantizar la sobrevivencia y la longevidad del régimen encabezado por Morena. La reforma no está pensada para las elecciones inmediatas, sino para el futuro, cuando el desgaste natural del ejercicio del poder y el posible surgimiento de una alternativa competitiva en la oposición amenacen el dominio político de Morena.

El sistema electoral que busca construir la coalición morenista estará marcado por la competencia real pero injusta. La cancha y el árbitro estarán inclinados a favor del oficialismo, pero las elecciones seguirán celebrándose y las oposiciones tendrán oportunidad de ganar espacios en gobiernos locales, el Congreso y, con un desempeño extraordinariamente bueno y un desempeño igualmente malo del oficialismo, la Presidencia. Se trata de un fenómeno global, no únicamente mexicano. Las democracias liberales, sustentadas en los frenos y contrapesos, la división de poderes, la supremacía de la Constitución y el respeto a las minorías, están en declive. Mientras tanto, ascienden los movimientos políticos con una visión “mayoritarista” o “popular” de la democracia. Bajo esta visión de la democracia, los derechos y la representación política de las minorías pasan a segundo plano y la voluntad de la mayoría, conceptualizada como la voz del pueblo, se considera la única legítima. Las leyes, las normas no escritas y las instituciones que estorben la voluntad popular son dignas de ignorarse, abolirse o transformarse, con tal de asegurar la consolidación del proyecto político apoyado por la mayoría. No se trata de destruir por completo el pluralismo político y borrar totalmente a las minorías y las oposiciones. Se trata, más bien, de asegurar que las minorías no tengan poder para frenar a la mayoría: aunque se otorgue representación a las fuerzas políticas minoritarias, se intenta limitar su presencia en los puestos de toma de decisiones para que sean incapaces de obstaculizar el proyecto político que apoya la mayoría. Las votaciones, sin embargo, siguen guardando una importancia fundamental. Los movimientos políticos populistas viven de la legitimidad otorgada por las elecciones. Además, las autoridades que no emanan de la voluntad popular inspiran desconfianza. De ahí que se busque que el pueblo elija a jueces y funcionarios públicos de todo tipo, o en otros casos se intenta limitar las facultades legales y el poder real de las instituciones diseñadas para ser contrapesos o para salvaguardar los intereses de las minorías. No está ocurriendo solamente en México, sino en muchos países del mundo. Como historiador, he argumentado en diversos espacios que hay que estudiar la transición democrática mexicana como un fenómeno global. Ahora, como analista político, sostengo que hay que analizar las reformas impulsadas por Morena bajo el mismo prisma. Por eso, para comprender mejor el sistema electoral que nos espera cuando se apruebe la reforma de Morena, hay que analizar lo que ocurre en países con líderes que tienen una visión mayoritarista o popular de la democracia. Dos casos particularmente ilustrativos son Hungría y Turquía . Pese a ser de derecha y defender proyectos políticos distintos al de Morena, Viktor Orbán y Recep Tayyip Erdoğan llevan gobernando sus países 15 y 22 años respectivamente, y han ganado elecciones constantemente, unas más competitivas que otras, pero casi todas ellas con reglas del juego amañadas a favor del oficialismo. Según observadores electorales, todos sus triunfos han sido reales (no fraudulentos o fabricados) pero injustos, en tanto que las oposiciones tuvieron que competir en condiciones de desventaja. El caso húngaro es más extremo que el turco: en Hungría las reglas del juego político-electoral están más descaradamente sesgadas a favor del oficialismo, mientras que en Turquía la cancha también está inclinada, aunque persisten mayores condiciones de competencia. Sin embargo, en ambos países el oficialismo ha utilizado distintos instrumentos para convertir a los medios públicos en canales de propaganda y para que los medios privados publiquen contenido mayoritariamente favorable al oficialismo, especialmente en época electoral. Han usado mecanismos legales y extralegales para descarrilar a figuras de oposición con futuros promisorios. Han cambiado las leyes electorales para garantizar la sobrerrepresentación legislativa del partido en el poder. Han colocado autoridades electorales a modo. Han intervenido en el Poder Judicial para acosar a periodistas críticos y partidos de oposición. Y han impuesto candados para que los partidos opositores consigan financiamiento, al tiempo que han relajado las regulaciones para que el partido en el poder utilice recursos del gobierno con fines electorales. No obstante, en ambos casos, las oposiciones siguen consiguiendo algunas victorias electorales locales y legislativas, garantizando cierto nivel de pluralismo. Todo ello suena muy similar a lo que ocurre en México. El caso mexicano podría parecerse más al húngaro o al turco. Eso está por verse, pero es claro que estamos caminando hacia esa dirección, hacia la cancha electoral real pero inclinada a favor del oficialismo. Los matices y los detalles dependerán de las resistencias de la sociedad civil, los acuerdos dentro de la coalición morenista y qué tan descaradamente injustos estén dispuestos a ser los diseñadores de las nuevas leyes electorales, pero hay que tener claridad respecto a que el resultado final será un sistema electoral con competencia existente pero injusta y con autoridades y reglas electorales sesgadas a favor del oficialismo.

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