Al momento de escribir este texto, el Senado está discutiendo la Ley General del Sistema Nacional de Seguridad Pública, la Ley del Sistema Nacional de Investigación e Inteligencia y varias reformas legislativas que elevan el rango de la Guardia Nacional como otro cuerpo dentro de las Fuerzas Armadas. Es posible que cuando esta columna se publique todas las reformas estén aprobadas, sobre todo si tomamos el ejemplo de la mayoría oficialista en la Cámara de Diputados, que pasó estas leyes a las prisas, sin debatir ni escuchar las preocupaciones de la sociedad civil y las oposiciones.
Con estas modificaciones, las estructuras de seguridad pública del Estado mexicano se han convertido en un Frankenstein, un monstruo deforme y torpe, con partes de distintas instituciones ensambladas en su cuerpo artificialmente. Lo peor del caso es que las partes ensambladas responden a objetivos distintos y contrapuestos. Es decir, las iniciativas contienen elementos contradictorios, que implican distintos peligros para el futuro de México. Por un lado, los cambios legislativos fortalecen a la Secretaría de Seguridad encabezada por Omar García Harfuch, al dotarla de mayores facultades y herramientas para realizar labores de inteligencia e investigación, y para coordinar la estrategia de seguridad con otras instituciones. Por otro lado, sin embargo, las mismas iniciativas debilitan al mando civil de seguridad, puesto que elevan el rango de la Guardia Nacional como otro cuerpo de las Fuerzas Armadas mexicanas, a la par del Ejército y la Fuerza Aérea. Por si fuera poco, las iniciativas consolidan el estatus de la Guardia Nacional como policía militar y sepultan cualquier esperanza de contar con una policía nacional civil, sujeta a mecanismos de vigilancia ciudadana, rendición de cuentas y criterios de derechos humanos. ¿Qué quiere decir esto en la práctica? Sheinbaum y Harfuch dependerán por completo de las Fuerzas Armadas para llevar a buen puerto su estrategia de seguridad. Si Harfuch y la Secretaría de Seguridad son el cerebro de la estrategia, sus piernas, sus brazos y todos sus músculos son los elementos de la Guardia Nacional, que forma parte de la Secretaría de la Defensa. Es decir, el cerebro no tendrá la capacidad de enviar órdenes directas a las piernas, los brazos y los músculos; estas órdenes deberán estar mediadas y aprobadas por la Secretaría de la Defensa. La Guardia Nacional no responderá salvo que Defensa valide las órdenes de Seguridad. Este arreglo es inestable y peligroso. La presidenta ha depositado en Harfuch un gran poder político y la enorme responsabilidad de reducir la violencia y la inseguridad, pero ese poder político no está respaldado por poder legal y poder ejecutor. El poder legal reside en las Fuerzas Armadas, pues son ellas quienes, por ley, controlan a la policía nacional (la GN). El poder ejecutor también descansa en los militares, ya que los policías nacionales forman (y formarán) parte de sus filas, estarán entrenados bajo la disciplina y los valores castrenses, y responderán directamente a la jerarquía militar, la cual podrán validar (o no) las órdenes civiles. Esta volátil combinación se traducirá en que Harfuch podrá diseñar la estrategia seguridad y coordinar labores de inteligencia e investigación, pero dependerá de la buena voluntad de los militares para el trabajo a ras de tierra, para las labores policiales, que son vitales en un contexto de altísimos niveles de violencia armada. Sin la colaboración constante y eficiente de las Fuerzas Armadas, la estrategia de seguridad de Harfuch estará destinada al fracaso. En cambio, si las autoridades civiles y militares mantienen una relación de cooperación fluida y estable, las posibilidades de éxito aumentan. Lo preocupante es que son los militares —y no los civiles— quienes tienen la última palabra.
Y aquí es donde entra un gran riesgo que la mayoría de la opinión pública está ignorando. Si el éxito (o fracaso) de la estrategia depende de la buena voluntad de los militares, entonces hay incentivos para que la presidenta haga todo lo que esté en sus manos para que los cuerpos castrenses no opongan resistencia, cedan (o al menos compartan) el mando de la Guardia Nacional y colaboren con Harfuch. Para garantizar esta cooperación, es probable que la presidenta fortalezca a la élite empresarial-militar, otorgándole más contratos de obra pública, otros negocios ligados con el Estado, más recursos, mayores prebendas y un margen aún mayor para cometer actos de corrupción, tráfico de influencias y capitalismo de cuates. Para que el Frankenstein funcione, la élite militar tiene que estar contenta, conforme y dispuesta a cooperar con Harfuch. Y para mantener la buena voluntad de los cuerpos castrenses, la presidenta podría recurrir a un viejo recurso del Estado mexicano: dejar que se enriquezcan utilizando los cargos públicos para obtener ganancias privadas. Así, el Estado agravará su dependencia de la Fuerzas Armadas, mientras que éstas continuarán ganando poder político, capital económico, impunidad frente a la ley y opacidad ante el escrutinio público. ____ Nota del editor: Jacques Coste es internacionalista, historiador, consultor político y autor del libro Derechos humanos y política en México: La reforma constitucional de 2011 en perspectiva histórica (Instituto Mora y Tirant lo Blanch, 2022). Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.
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