Donald Trump es el favorito para ganar las elecciones presidenciales de Estados Unidos, que se celebrarán en noviembre, para así arrebatarle la reelección a Joe Biden. Sin embargo, aún faltan varios meses para los comicios y en política las cosas pueden cambiar muy rápidamente. Además, Trump enfrenta varios procesos legales de desenlace incierto y las encuestas muestran que será una elección muy cerrada. Sería un error asumir el triunfo de Trump como algo inevitable. No obstante, si el republicano regresa a la Casa Blanca, su segunda presidencia sería mucho más riesgosa que la primera, pues tendría la puerta abierta para ejercer el poder de manera arbitraria y sin contrapesos.

En primer lugar, la Suprema Corte fue uno de los principales factores de equilibrio de poder durante la primera presidencia de Trump, ya que frenó varios decretos que contravenían el orden constitucional. Sin embargo, a lo largo de su mandato, Trump nombró a tres ministros que simpatizaban con su proyecto político. Con ello, consolidó una mayoría conservadora en el máximo tribunal estadounidense: de nueve ministros, seis son conservadores (tres nombrados durante las presidencias de Bush padre e hijo, y tres designados por Trump). Por tanto, en un segundo mandato, Trump ya no enfrentaría el contrapeso de la Corte. La mayoría conservadora tendería a validar sus acciones de gobierno, incluso si desafiaran el orden constitucional. Particularmente, los tres ministros que nombró actuarían como aliados incondicionales en la Corte (¿les suena conocido?). Por otra parte, durante su primera presidencia, Trump enfrentó el contrapeso de un sector minoritario pero significativo del Partido Republicano. Por ejemplo, los excandidatos presidenciales John McCain y Mitt Romney mantenían cierta influencia el partido. Incluso el vicepresidente Mike Pence representaba un contrapeso ligero frente a Trump, que al final resultó ser significativo, pues se negó a cumplir la orden trumpista de sabotear la certificación del proceso electoral de 2020, para así evitar que Joe Biden llegara a la presidencia. Personajes como Pence, McCain, Romney y otros republicanos sin duda eran profundamente conservadores en temas de raza, género, diversidad y migración. Además, pugnaban por un gobierno pequeño sin afanes de redistribución de la riqueza, no les interesaba la construcción de un Estado de bienestar y sostenían posiciones de política exterior imperialistas. Con todo, eran conservadores más predecibles e institucionales, que respetaban las leyes y los procesos democráticos: los resultados de las elecciones, las votaciones en el Congreso, la libertad de expresión, etc. Hoy, ese sector del Partido Republicano está totalmente debilitado, como se ha visto en las elecciones primarias, en las que Trump está arrasando. El expresidente es el mandamás del partido: los aspirantes que se someten a él son quienes ganan las candidaturas, los legisladores que lo apoyan públicamente son quienes pesan en el Congreso, los medios de comunicación conservadores que lo cubren positivamente son los que mantienen su popularidad y sus simpatizantes se han convertido en la base dura del partido. Sin el contrapeso interno del conservadurismo más tradicional, en su eventual segunda presidencia Trump podría hacer y deshacer a su antojo: no sólo sin enfrentar resistencias en su propio partido, sino incluso con sus seguidores aplaudiendo y celebrando decisiones caprichosas, descabelladas o contraproducentes. Más aún, los simpatizantes republicanos en realidad no apoyan al aparato formal del partido, sino al movimiento político creado y liderado por Trump: Make America Great Again (MAGA), que se caracteriza por ser personalista, por su tendencia a creer y difundir teorías de la conspiración, por la visión de los adversarios políticos como sujetos inmorales, por el maximalismo de sus propuestas y acciones —todo o nada, no hay puntos medios—, por el supremacismo blanco y por el revanchismo cimentado en la nostalgia de un pasado nacional idílico (que en realidad nunca existió). Dicho de otro modo: Trump tiene una base de seguidores dispuesta a seguirlo hasta las últimas consecuencias.

Finalmente, como lo demostraron Matthew Sitman y Sam Adler-Bell en la revista Dissent , las élites conservadoras han trabajado estos cuatro años de presidencia de Biden para formar servidores públicos que contribuyan a que la segunda presidencia de Trump sea más eficiente que la primera, en la cual varios proyectos quedaron truncos por su falta de oficio político y conocimiento jurídico-administrativo. Por si fuera poco, en su campaña, Trump ha dejado claro que regresaría a la presidencia con un claro afán de revancha y venganza, dispuesto a ejercer el poder de forma más autoritaria que nunca. Para México, un segundo mandato de Trump significaría enfrentar al presidente estadounidense más inestable, volátil, violento, caprichoso y arbitrario de la historia reciente. Sería el reto más grande para la política exterior mexicana en décadas. Y esto ocurriría en un momento de debilitamiento del aparato diplomático y tras varios años de improvisación política internacional. Más vale que los equipos de las candidatas presidenciales (sobre todo, el de la puntera, Claudia Sheinbaum) se estén preparando para este enorme desafío. Tristemente, lo dudo. ___ Nota del editor: Jacques Coste (@jacquescoste94) es internacionalista, historiador, consultor político y autor del libro Derechos humanos y política en México: La reforma constitucional de 2011 en perspectiva histórica (Instituto Mora y Tirant lo Blanch, 2022). Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.

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