Radiografía de la base social del crimen

En México, el crimen organizado ha dejado de ser una amenaza exclusivamente delictiva para convertirse en un sistema de gobernanza informal en vastas regiones del país. Su poder no se explica sólo por la violencia o la corrupción, sino por la existencia de una base social sólida, construida en territorios donde el Estado se ha retirado o, peor aún, ha confundido su función de garante de la seguridad con la de proveedor de asistencia social.

Vacíos institucionales: cuando el Estado se ausenta (y se confunde) Propuestas para la desarticulación

Durante los últimos 20 años, el Estado mexicano ha mezclado de forma errática la política social con la de seguridad. Programas de transferencias, becas o apoyos comunitarios se aplican en zonas de alta incidencia delictiva sin coordinación con estrategias de seguridad ni con diagnósticos territoriales. Así, mientras los subsidios fluyen, los grupos criminales mantienen el control real del territorio. En lugar de debilitar su influencia, la política social fragmentada termina reforzando la dependencia hacia estructuras criminales que llenan el vacío institucional con reglas, empleos y protección. De acuerdo con datos del INEGI y del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL), más del 40% de los municipios en condición de pobreza coinciden con zonas bajo influencia criminal. La correlación no es casual: donde el Estado sólo aparece para repartir apoyos y no para garantizar justicia, seguridad o desarrollo, la delincuencia se convierte en Estado funcional.

Mecanismos de cooptación y supervivencia Los grupos criminales han aprendido a operar como actores de bienestar. Distribuyen alimentos, financian obras públicas menores, ofrecen préstamos y actúan como mediadores en conflictos familiares o comunitarios. Su fuerza radica en que no prometen futuro, pero resuelven el presente, algo que las instituciones no han logrado hacer. Esa capacidad de “gestionar la pobreza” es el resultado directo de la confusión gubernamental entre seguridad y política social. Mientras la primera requiere control del territorio, inteligencia y legalidad, la segunda necesita redistribución y justicia social. Cuando ambas se mezclan sin estrategia, se produce un híbrido ineficaz: operativos que reparten despensas y programas sociales que ignoran la violencia estructural. Las comunidades terminan atrapadas en un modelo de supervivencia. El acceso a los beneficios estatales depende del clientelismo político; el acceso a la protección, del poder criminal. En medio de ambas lógicas, la población se adapta y colabora con quien ofrece más certidumbre, aunque sea ilegal. El resultado es una sociedad donde la lealtad se compra y la legalidad se negocia. La ausencia estatal no es sólo física, sino conceptual. México carece de una política de seguridad civil integral; lo que existe es una política social que intenta paliar la inseguridad con transferencias económicas, sin alterar las causas estructurales ni recuperar el control territorial. Mientras tanto, la militarización de la seguridad pública ha desplazado a las autoridades locales, debilitando los vínculos comunitarios que podrían sostener la legalidad. Los municipios, carentes de recursos, terminan dependiendo de la federación para todo: desde la nómina policial hasta los programas de bienestar. Esta dependencia profundiza el círculo vicioso del abandono institucional. Como lo advierte el politólogo Luis Astorga, la política mexicana ha privilegiado el enfoque paliativo sobre el transformador. Se atienden los síntomas de la marginación —el hambre, la desocupación, la violencia visible— pero se ignoran los sistemas que la reproducen: impunidad, corrupción, desigualdad y captura institucional. En ese vacío, los grupos criminales consolidan su legitimidad social ofreciendo lo que el Estado promete, pero no cumple. Superar la base social del crimen requiere reordenar las prioridades del Estado mexicano y romper la confusión entre política de seguridad y política social. Se trata de dos dimensiones complementarias, pero distintas. La primera debe recuperar la autoridad legítima del Estado; la segunda, reconstruir la cohesión social y las oportunidades de desarrollo. a) Política de seguridad centrada en el territorio, no en los programas. La recuperación del control institucional debe basarse en inteligencia, presencia policial de proximidad y justicia efectiva. No hay reconstrucción social posible en contextos donde el Estado no controla la violencia. b) Política social con enfoque de desarrollo integral, no de compensación. Los programas deben pasar de transferencias individuales a proyectos comunitarios: cooperativas productivas, educación técnica, acceso al crédito y fortalecimiento de economías locales.
c) Gobernanza local fortalecida. Sin municipios sólidos, no hay Estado posible. Se requiere profesionalizar policías, transparentar presupuestos y establecer mecanismos de rendición de cuentas que impidan la infiltración criminal.
d) Separación institucional de funciones. La Secretaría de Seguridad debe encargarse del orden público y la prevención del delito; la política social, del desarrollo humano. Las estrategias deben dialogar, pero no confundirse.
e) Evaluación permanente y territorializada. Cada zona debe tener diagnósticos precisos de su tejido social, índices de violencia y capacidades institucionales. Sin datos desagregados, las políticas seguirán siendo generalistas e ineficientes.

Reconstruir la legitimidad, no sólo repartir beneficios

El Estado mexicano enfrenta una paradoja: invierte más que nunca en programas sociales, pero pierde más territorio frente al crimen organizado. Esta contradicción revela que no basta con distribuir recursos; se necesita reconstruir la legitimidad institucional desde la justicia, la presencia y la confianza. Desarticular la base social del crimen implica devolver al Estado su papel de garante del orden y la esperanza, no de gestor de subsidios. Las comunidades deben ver en las instituciones algo más que una ventanilla de apoyos: deben sentir que la legalidad protege, que la justicia responde y que la autoridad escucha. Confundir seguridad con política social es como intentar curar una fractura con un vendaje. Mientras el Estado no distinga entre aliviar la pobreza y restablecer el orden, seguirá alimentando el mismo sistema que dice combatir. El reto es reconstruir desde abajo, pero con claridad conceptual y estrategia integral: el desarrollo social sin seguridad es insostenible, y la seguridad sin justicia social, imposible. Solo al separar ambas dimensiones —y hacerlas converger en objetivos reales— México podrá comenzar a desmantelar la base social del crimen que hoy sostiene su propia vulnerabilidad. _____ Nota del editor: Alberto Guerrero Baena es consultor especializado en Política de Seguridad, Policía y Movimientos Sociales, además de titular de la Escuela de Seguridad Pública y Política Criminal del Instituto Latinoamericano de Estudios Estratégicos, así como exfuncionario de Seguridad Municipal y Estatal. Escríbele a albertobaenamx@gmail.com Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.

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